Un príncipe insoportablemente azul
Isabel Hernández González*
El azul siempre fue su color favorito, pero eso fue hasta que lo conoció a él. Aquella sonrisa inevitablemente perfecta, la cautivó y decidió acercarse a pedirle fuego.
-Yo no fumo y una joven como usted tampoco debería- le contestó y al siguiente minuto le arrebató la caja de cigarrillos.
María quiso reclamarle ante tal atrevimiento, pero al ver el amable azul de sus ojos, solo pudo agradecerle su preocupación y ofrecerle un café.
–Tampoco consumo drogas, pero gustoso le acepto un té.
A pesar de esa pequeña molesta tendencia a la perfección, el joven era perfecto, no tenía nada que envidiarle a nadie, como había dicho su madre cuando lo vio recién nacido, desnudo, lleno de sangre, colgando del cordón umbilical, llorando y gritando desesperadamente.
Después de una pequeña charla, ella sintió legítimo terror de ese caballero, no obstante, al no encontrar un motivo racional para sustentar sus temores, le dio su número y quedaron de encontrarse de nuevo.
Luisa, la amiga de María, quedó impactada por la descripción: -¿No será uno de esos psicópatas? ya sabes, como Ted Bundy, alguien tan encantador debe tener algo mal.
–No creo, su obsesión con la salud debe implicar cierto aprecio por la vida.
-Yo no me fiaría.
-Si lo vieras, entenderías que a ese nivel de perfección no se cometen asesinatos- dijo finalmente María, mientras se marchaba no muy convencida de sus propias palabras.
Ella no lo comprendía, pero el día que salieron, su cuerpo y mente parecían obligarle a cometer imperfecciones deliberada y repetidamente. El joven, lejos de hacerle un desplante, corregía uno por uno sus errores con paciencia y discreción.
María de pronto empezó a sentir un extraño tirón de sus hombros, muñecas, tobillos y labios. Lo siguiente que supo es que era una muñeca sentada en una repisa del cuarto de un príncipe terriblemente azul. Quiso hablarle, pero pensó -¿Será correcto?- luego cuando él dormía intentó huir, pero le pareció descortés irse sin decir adiós. Finalmente. creyó que lo más conveniente era ocupar el lugar que le había sido asignado hasta que él despertara.
Por su parte, el azulado joven se despertó y no observó nada particular en su habitación: las cortinas estaban perfectamente cerradas, sus pantuflas a cinco centímetros del borde de la cama y su libro de cabecera a dos centímetros de la lámpara, sobre la mesita de noche; sin embargo, algo se sentía distinto en la habitación.
Él tenía su tiempo perfectamente distribuido y no desperdició minutos en observar a la inexistente María de su estante. Fue hasta la noche, cuando tuvo un ataque de humanidad y empezó a pensar en la chica que había conocido días atrás. –La soledad es imperfecta- pensó –es una verdadera ironía que mi obsesión con lo correcto no me permita alcanzar la perfección-. Luego imaginó lo perfecto que sería no tener que ser perfecto, quiso intentarlo, pero empezó a sentir un extraño tirón de sus hombros, muñecas, tobillos y labios. Lo siguiente que supo es que era un muñeco observando a una princesa terriblemente rosa, trató de hablarle, pero pensó que en principio un caballero no debería estar en esa habitación.
En otro estante del cuarto miró a María por última vez, hasta que decidió que no era de buena educación observar a una persona tanto tiempo.
El azul del príncipe era tan insoportable que María optó por huir dejando tirados los restos de un vestido rosa; mientras tanto un muñeco al otro lado de la habitación se resignó a observar el vacío en el intolerable color del vestido, mientras poco a poco las cuerdas apretaban más fuerte sus hombros, muñecas, tobillos y labios.
-¿Cómo te fue con el chico?- preguntó Luisa.
-Es lo que muchas soñarían, pero no es mi tipo, demasiado azul para mi gusto.
*Vecina de La Ribera, Filóloga,