noviembre 23, 2024

Por: Nuria María Salazar Venegas

Solo se escucha el sollozo del agua mientras remo. Voy lento, muy lento. Mi tristeza me hace una con el mar.


En el corazón sostengo las gaviotas que se vinieron a acurrucar aquí conmigo. No se mueven; tan solo respiran. Ellas también olvidaron a dónde iban. 


Casi cae la noche. El cielo está nublado. No sé si va a llover, pues le he robado el agua a las nubes. Me gustaría poder irme de aquí, pero todo lo que alguna vez tuve para señalar mi rumbo se ha ido. La soledad nunca fue tan fuerte. 


Miro lo poco que me queda haciéndome compañía. Hay hojas de papel que se mojaron esperando un poco de mi inspiración. Pienso en la luna, en mi piano, en los dientes de león. Me disculpo por no poder cobijarlos con mis libros esta noche. 


No puedo entenderlo. ¿Cómo puede uno perderse tan fácil? ¿Cómo puede resignarse a dejar ir todo lo que se quiere? Conforme avanzo, el día se oscurece y el fantasma de la nostalgia me inquieta por dentro.


Sé que a veces hay que seguir. Hay que avanzar. Hay que dejar que los años pasen e irse remando con ellos. Pero es difícil cuando en el camino solo hay un horizonte interminable de inseguridades; cuando el reflejo en el agua no es más que un cielo opaco al que le falta el sol. 


Fijo mi mirada en las gaviotas. Duermen, tranquilas y seguras. Confían en mí. Saben, aun sin esperanza y sin motivo, que un día voy a remar tan lejos que podrán volver a volar. Por ahora descansan. Por ahora esperan. Por ahora sueñan.

*Miembro de la Pastoral Juvenil de la Parroquia de San Antonio de Padua y fiscal del Comité Cantonal de la Persona Joven de Belén 2021-2022.

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