¡Qué montón de golondrinas! Memorias del tornado del 97
Emmanuel Hernandez Fonseca
redaccion@periodicoelguacho.com
No recuerdo bien el día, pero sí sé que fue en la tarde, semanas antes de mi primera comunión, igual las fechas no son relevantes cuando estás enfrentando algo nuevo, algo peligroso.
Estábamos mis compañeros y yo jugando bola en las lecciones de educación física , dos letreros de Pipasa funcionaban como porterías: una a cada extremo de la plaza. El día acontecía con normalidad, hasta que cuatro nubes negras se posaron rápidamente por encima de nosotros, evento que tuvo que haber preocupado a nuestro profesor de educación física que, enseguida, nos reunió como polluelos para protegernos del peligro.
Mi último compañero en entrar fue un tipo macho que ahora vive en Japón, su cara de pánico describía a perfección nuestra incertidumbre del comportamiento atípico de los profesores quienes sumergían a los niños en sus aulas y se miraban entre ellos con preocupación, nos atrincheramos dentro del aula de inglés, y después de ahí todo fue mal: la lluvia bailaba salvajemente de un lado a otro y a veces mermaba en seco, solo para volver con más fuerza, dos pollos rebotaron contra la calle y el viento les arrastró, para nunca más saber de ellos, La “niña” Sonia nos apartó de las ventanas que temblaban como gelatina.
La oscuridad y el ruido nos adormeció y el shock fue inminente , las latas de casas destechadas se deslizaban por las calles y se clavaban en los árboles, el granizo golpeaba violentamente la acera, y las ramas de los árboles inundaban el paraje mientras una compañerita le cuestionaba a la “niña” si nos íbamos a morir.
Como momento de ira fulminante y destructor, la lluvia mermó y se aclaró un poco, nadie quería salir , nadie quería enfrentarlo, los profesores fueron los primeros en verse las caras en los pasillos y con sus manos temblorosas la niña Sonia nos calmaba y abrazaba a los más afectados, aun estando ella misma necesitando de un buen abrazo.
Al cabo de unos minutos , entre las ramas, en las aceras, los padres empezaron a aparecer con una mirada de angustia ignorando a propósito las posibles malas noticias. Entre todos ellos se acercó mi papá con su uniforme de mecánico y olor a aceite y cigarro, se fijó que estuviera bien, me abrazó y me llevó al carro. Adentro me repetía varias veces que no sabía si mi mamá estaba bien que no llorara me dijo: “No llore, no deje que su mamá lo vea llorando, porque si no se va a poner peor”.
En las calles se respiraba caos, y olía a ramas cortadas, la gente cuidaba de los niños ajenos y caminaban con miedo de que Eolos quisiera volver a abrir el saco. Entrando a mi barrio lo primero que noté fue que el salón comunal ya no existía y las casas aún le temblaban algunas latas, y luego vi mi casa… Cuatro tucas levantaban cuatro paredes hechas de latas, pero el techo no estaba y el Braulio Carrillo había aterrizado sobre ella. Mi padre no soportó el shock y sus lágrimas en un acto de rebeldía se sublevaron contra los azares de la vida, teníamos que hacer la pregunta: -¿Dónde está?- , por suerte y sin aviso de entre las ramas y los troncos cortados mi madre salió victoriosa con mi hermana en brazos y su mano derecha con un pequeño corte.
Entre todas las peripecias de ese día, tengo el hermoso recuerdo de ver una comunidad entera cuidándose unos a los otros. El caos es caos, pero la voraz fuerza de la solidaridad, solo llegó cuando a todos nos tocó correr.