noviembre 23, 2024
Imagen con fines ilustrativos. Foto cortesía de William Guzmán.

Imagen con fines ilustrativos. Foto cortesía de William Guzmán.

William Guzmán Sánchez*

Era aquella una casa de adobes de paredes gruesas armadas en bahareque, con techo a dos aguas, con gruesas vigas de madera, cruzadas por reglas donde se asentaban perezosas largas filas de tejas de barro. Cielo raso no había; así era, simplemente, no había.

Las ventanas se abrían de par en par, pues eran de hojas dobles de madera como puertas altas rectangulares que se hermanaban al cierre o se mantenían entreabiertas. Las ventanas de vidrio llegarían más tarde como un doble adorno de las tradicionales ventanas de madera, pero éstas eran un privilegio de unos pocos en un Belén de antaño, al cual solo en fotos antiguas en blanco y negro, apenas logramos asomarnos.

El piso, como en su mayoría, era invariablemente de tierra, barrido de cuando en vez con escoba de monte. Muchas casas tenían corredores frontales con largas bancas de madera para la tertulia o el descanso de tarde de la jornada agrícola del día. La casa de los abuelos, no; aquella era de paredes frontales rectas, con una banca de madera al frente, sombreada por un árbol de uruca de tronco arqueado a culpa de una niñez en la que buscaba afanoso la luz del sol, a orilla de una calle apenas disimulada, con hierbas, polvosa de verano o barrosa cuando arreciaba el invierno con sus fuertes aguaceros. 

Al morir la tarde y sin luz eléctrica, la noche tempranera y la nubosidad del invierno, hacían que la casa se sumiera en una oscuridad, apenas contrastada por algunas velas de pequeñas llamas movidas por el viento que se colaba por algunas rendijas; eran como duendes que se complacían con el reflejo de grandes sombras en las paredes. La noche avanzaba hasta que una bocanada de viento humano las extinguía. Era la hora de dormir. Después, un largo silencio, interrumpido por una tos, presagio de un resfrío, por la lluvia tempranera en los terrenos de agricultura días atrás.

Internamente, una sala con modestos asientos, una cocina con fogón de leña no tan activa como se hubiera deseado. El cuarto de los abuelos con su vieja cama. Dos cuartos más, uno para las chiquillas: Ofelia, Hilda, Flora y Maritza y otro para los chiquillos: Luis, Claudio y José Bernardo.

Atrás, un ancho corredor de techo bajo continuado por un patio grande, rodeado por una cerca de arbolillos que hermanaban unos perezosos hilos de alambre de púa.

Era una casa poblada por una familia grande y pobre como muchas tantas de aquel Belén de los años treinta del siglo pasado. Así era la casa de los queridos y recordados abuelos: Elías e Isabel.

Unos 100 años estuvo la vieja casa en pie, ubicada al costado este de la antigua casa del guapinol (hoy Ferretería El Lagar). Se fue deteriorando y, al igual que reza aquella máxima: volvió el polvo al polvo.

Era en esa casa, donde siempre aquellos chiquillos aguardaban las frecuentes visitas vespertinas del tío Emilio Guzmán y que, al caer la noche, les relataba historias y leyendas del Belén de su juventud. 

Fue así como cierta vez, les relató: 

“Sucedió que hará unos años, en este Belén silencioso, trabajador y aislado y muy católico; agrícola por los cuatro costados, empezó a rumorarse una situación que mantuvo al pueblo en vilo y a todos refugiados en sus casas más temprano de lo acostumbrado por esos años”.

“Se decía que, ya adentrada la noche, una mujer toda vestida de negro y gran velo que le cubría la cara, salía del cementerio y se enrumbaba, bajando la cuesta del cementerio, hasta donde se ubica la gruta de la Virgen de Lourdes a un costado del templo de San Antonio”. 

“Ahí, se hincaba por unos minutos, luego con la misma parsimonia y misterio con que había llegado, se ponía en pie y emprendía su viaje de regreso al cementerio. Aquello era un completo misterio, como lo es hasta hoy -relataba el Tío Emilio con gran serenidad y asombro-. Ya nadie quería salir por las noches, mucho menos los más jovencillos por temor a encontrarse con aquella extraña mujer de negro que se confundía con la noche”.

Resultó que un grupo de vecinos pidieron audiencia al Padre y le relataron las extrañas y misteriosas visitas de la que era conocida como la mujer de negro caminante del cementerio o la mujer de la gruta y de la que, además; muchos aseguraban haberla visto hasta casi pararles el corazón. Muy en silencio los escuchó y después de una breve pausa, les dijo simplemente: 

“Yo hablaré con esa mujer”. ¡Así no más!

*Ing. Agr. MBA. Pensionado

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