La maldición de las cuatro esquinas: parte III
Que a Terencio alguien lo enterrara en los infiernos
Danilo Pérez Zumbado.
El cielo estaba claro no parecía que se fuera a soltar el agua tempranamente. A las dos de la tarde, Sotillo se acomodó en una vieja poltrona que había arrastrado durante una noche hasta la peña del Río Virilla, por el camino de las Mulas, donde tenía instalada la saca de guaro. Debajo de una arboleda, hacia el Sureste, veía la imponencia del arco de piedra labrada que sostenía el puente de las Mulas. Le gustaba aquel paisaje, principalmente en verano, cuando al caer la tarde algunos rayos del sol agónico devolvían, en una extraña contradanza, una sensación amarillo anaranjada sobre sus costados, mientras, al oeste, el crepúsculo cuajaba la paleta de colores en todo su esplendor. Sotillo vivía de fabricar guaro de caña; aprendió el oficio de su abuelo quien, después de volar pala como orillero en los cafetales, descubrió que ganaba más haciendo guaro que enriqueciendo a los gamonales de la región. De pequeño fue conociendo los detalles de la fabricación, se hizo experto en los aspectos técnicos del alambique y en los secretos para asegurar la calidad del aguardiente. Su mayor orgullo era saber que su licor era reconocido por su gustoso sabor y cuidadosa elaboración.
Al punto de la dos y diez, escuchó el ruido producido por unas cuantas botas que resbalaban por la desnivelada ladera. No se inquietó estaba seguro que eran Carafloja, Ñor Doroteo y quizás Don Federico Bonilla.
-¡Qué barbaridad, Sotillo -exclamó Carafloja- usted tendrá el mejor guaro de Potrerillos, pero qué despeñadero de camino!
-¿Y qué esperaba? – contestó Sotillo- que tuviera una entrada de calicanto.
-Bueno, una limpiadita no le caería mal, mire usted, don Federico casi termina en el fondo del Virilla, vea cómo le quedó el pantalón al pobre.
-Bueno a lo que vinimos – dijo Ñor Doroteo-, me dijeron que tiene una tanda de las buenas.
Sotillo sacó de un remedo de mueble cuatro jarritas y empezó a llenarlas directamente de la boquilla de un cilindro que tenía por separado. Un olor jugoso y dulce inundó inmediatamente el ambiente.
-Este guaro está de lo mejor, estoy seguro, y va de acuerdo con la ocasión que celebramos- dijo Sotillo-, mientras sonreía con sorna.
-Más le vale- contestó don Federico, mientras levantaba la jarrita en son de brindis.
-Por fin se nos fue el hijueputa.
-Y como tenía que ser, hacía tiempos nos tenía arrechos con sus condenados sermones, la verdad que Terencito era un hipócrita, andaba jodiendo con tanto regaño y todo el mundo sabía que estaba medio amancebado con la tal Merceditas.
-Puro cuento lo de Merceditas, don Federico, lo que le duele a usted es lo de Doña Rosario, esa viudita se entendía muy bien con el cura, y eso desde hace tiempo.
-A mí me parece que, de verdad, usted está enchilado, don Federico –dijo Ñor Doroteo con un gesto malicioso.
-Ya paren tanta calumnia, doña Rosario es una persona decente- expresó don Federico con tono airado.
-Está bien, tranquilo don Federico. Pero a propósito, ¿quién fue el cabrón que le puso la mierda en la cerradura?
-Aunque no lo crean fue el Mudito García, el asunto fue así –se explayó gustosamente Carafloja- le dije al mudo si quería ganarse unos pesos, que le tenía un trabajito y el juanvainas me dijo que sí. Le dije, mirá Mudito resulta que la agarradera de la puerta de la casa del cura está trabada y el padre Terencio me encomendó el arreglo, pero como yo no tengo tiempo, lo podes hacer vos. El asunto es fácil, nada más hay que ponerle una grasa especial, yo te la doy en un tarro y vos se la ponés con brocha a todo alrededor, eso si –le advertí- tiene que ser cuando el cura no esté porque la grasa, al principio, despide un olorcillo feo y el padre prefiere llegar cuando ya esté seca. Yo había campaniado que el cura visita enfermos los jueves y regresa siempre tarde, entonces ya anocheciendo me llevé al mudo y lo dejé frente a la casa. Vieras al otro día, cuando le pagué, cómo estaba el sonajas de agradecido; me dijo, viera qué fácil estuvo la embarradera pero de verdad que olía bastante mal, la condenada.
Las carcajadas de Sotillo, don Federico, Carafloja y Ñor Doroteo no se hicieron esperar. La hilaridad tardó en desvanecerse y luego fue el turno de las habladurías. La tarde siguió su curso, las nubes se fueron acomodando en el oeste y un relámpago anunció que la lluvia pronto caería. En el fondo de la peña, el rio Virilla seguía su curso transparente; los portentosos chorros que se desprendían de las laderas rocosas, aledañas al puente de Mulas, iban conformando, en la superficie acuosa, una estela blanca que se deslizaba, como una nostalgia, corriente abajo. De regreso, don Federico sintió una amargura; la broma de Sotillo le despertó un viejo dolor, el recuerdo de una pasión no correspondida, porque la verdad doña Rosario lo había tenido al borde de la desesperación. Tantas veces deseada, ella solamente le pagó con un silencio repulsivo. Justamente a él, a don Federico, a un hombre de vastas posesiones y cuya presencia provocaba miedo en el poblado. El guaro de caña le había calentado las entrañas y solamente pensó cuanto le gustaría que a Terencio alguien lo enterrara en los infiernos.