La maldición de las cuatro esquinas. IV. ¿Cómo? ¿En las cuatro esquinas de la iglesia?
E. Danilo Pérez Zumbado.
Después de la marcha de Terencio muchos parroquianos quedaron en ascuas mientras otros disfrutaron su salida; los segundos tendrían meses a favor antes que designaran un sucesor y estarían fuera del ataque del cura cuyo púlpito no era sitial de la palabra de dios sino hoguera para vituperar a los incorregibles. No más sentencias sobre la maldad de quienes bebían guaro de caña en las peñas del Virilla; de quienes, contrarios a la moral cristiana, vivían amancebados, cobraban intereses de usura, cuestionaban la virginidad de la madre de Jesucristo o gustaban de ritos y menjurjes paganos para curar males del cuerpo o del espíritu. Sin embargo, con los años, debajo de la aparente opacidad de los sorprendidos y la euforia de los ganadores, fue creciendo el temor frente a las consecuencias de las maldiciones.
Para 1900, en la villa de San Antonio, por el lado este, se consolidaron plantaciones cafetaleras que eran extensión de los latifundios de los oligarcas heredianos y, junto a ellas, emergieron unas pocas propiedades en manos de familias de mediana fortuna. Al oeste, se gestó una división antojadiza de pequeñas parcelas dedicadas a la siembra de legumbres. La vida de peón de hacienda o del pequeño propietario nunca fue fácil; obtener el sustento familiar era arduo y demandaba sacrificios. No faltaron quienes relacionaran las malas cosechas con las maldiciones. Algunos, al amparo de sombras y copas de licor, afirmaban que los pleitos a machete por cuestiones de cercas o herencias estaban vinculadas a fuerzas malignas. Los asiduos a la Biblia interpretaban las calamidades como castigos divinos. Algunos curas enardecían, de cuando en cuando, la fogata. Fustigaban a quienes se oponían a las leyes de la iglesia e insistían que las miserias del pueblo eran resultado de antiguos anatemas. Y con los predicadores, vagabundos, viejas devotas, abuelos supersticiosos, clientes de taquilla se dedicaron a fabular premoniciones: muertes a traición, ríos desbordados, plagas incontrolables, disputas violentas y un sin fin de imágenes negras en el futuro.
Los años se convirtieron en lustros, en décadas y abonaron un nuevo siglo. La villa de San Antonio dejó atrás sus callejuelas y se convirtió en un poblado de cuadrantes y calles pavimentadas; las casas de las viejas familias fueron desplazadas por ventas de repuestos, tiendas de ropa americana, restaurantes de pollo frito y hamburguesas y un flujo endemoniado de automóviles contaminantes. Un día cualquiera de abril, frente al bulevar paralelo a la línea del ferrocarril, en la panadería Musmani, don Rubén, en compañía de su nieto Alfonso, tomaban una taza de café.
– ¿Abuelo, contame, es cierto eso de que un cura maldijo a San Antonio?
– Pues, vieras que sí. Mi papá me contaba que desde la maldición de un tal padre Terencio, San Antonio no volvió a levantar cabeza. No habían comercios, nada pegaba, ¡era una pobreza tan grande!
– ¿Pero cuándo fue eso?
– Allá por 1875.
– ¿Y cuánta gente había?
– Creo que como mil y pico de personas.
– Idiay, con esa población, ¿cómo iba a haber tanta actividad comercial?
– Ah, noo, pero eso siguió ocurriendo años después. Mirá, una vez, allá por 1935, creo que después de una misa, estando yo y mi hermano Beto jovencillos, nos encontramos a Cayo Rodríguez, en un poyo frente a la iglesia. Entonces Cayo le dice a Beto “mirá condenado, vamos a tomar un trago” y como Beto lo conocía, le preguntó “¿y qué, trae plata?, “pues claro”, le contestó. Resulta que el papá de Cayo tenía una pulpería y el bribón le había vaciado la caja del negocio. Nunca se me olvida que dijo “le aventé la venta de hoy, tenía 3.75”. Así era la estrechez del pueblo. Mirá, pulperías que pagaban dieciséis pesos por trimestre cerraban, no había una sola sastrería; bueno, barberías sí habían, como cinco; no había donde comprar un pañuelo, solamente se vendía pan, puros y cajetas; el pueblo no progresaba, aquello era tremendo. Y la gente decía “no, es que este pueblo tiene la maldición del padre y todavía está pesando en él”.
– Sí abuelo, pero es lo mismo, es que tampoco había suficiente industria.
– Pero no creas, muchacho, la situación era grave en otros asuntos, también. Por ejemplo, muchachos inteligentes iban a estudiar para sacerdotes y al final se arrepentían y decían “no yo no quiero esa responsabilidad” y los demás pueblos de la provincia daban sacerdotes; eso sí, tardaron en quitar la maldición, porque el papa la quitó, e inmediatamente salió el primer cura y siguieron saliendo sacerdotes y el pueblo comenzó a progresar.
– Sí, sí, abuelo pero eso, de los sacerdotes, era normal en un pueblo pequeño y en aquellos tiempos.
– Ah, ah sí, y entonces ¿cómo me explicas, las muertes en las cuatro esquinas de la iglesia?
– ¿Cómo? ¿En las cuatro esquinas de la iglesia?