El Ejército: heredianos y belemitas reacios
Danilo Pérez Zumbado
Sabia decisión de Pepe Figueres: abolir el ejército en 1949. Algunos detractores opinaron que no quedaba otra porque el ejército costarricense, de entonces, experimentaba una profunda crisis. Sin embargo, Figueres pudo optar por la tradición de algunos politicastros latinoamericanos que, tan pronto ganaban una refriega doméstica, fortalecían el ejército para eternizarse en el poder.
Empero, algo de cierto había en la afirmación: después de la dictadura de los Tinoco a principios del siglo XX, esa institución había venido a menos. Pero no siempre había sido así.
Existe el mito, todavía extendido, según el cual el ejército que derrotó a Walker y los filibusteros norteamericanos, era un contingente de campesinos descalzos. Lo cierto es que desde la administración de Juanito Mora Porras se había fortalecido el ejército. Algunos datos lo confirman: en 1851 el gobierno adquiere en Inglaterra 1000 llaves de fusil y dos cajones con rifles Minie con bayoneta, en 1852 se designa al coronel polaco F. von Salisch como jefe instructor del ejército y además ingenieros prusianos residentes colaboraban en la formación militar.
Después de la guerra contra los filibusteros, el ejército se fortalece y moderniza. Entre 1870-90, Costa Rica dispuso de una institución militar profesional debidamente preparada ideológica, organizativa e instrumentalmente. Tanto así que se creó una casta militar cuyo desempeño, en la segunda mitad del siglo XIX, fue decisivo en hechos relevantes de la vida política nacional.
Pese a tales antecedentes, los costarricenses somos poco inclinados a financiar y participar en ejércitos. Posiblemente el resto de los pueblos centroamericanos tampoco lo sean, dadas las amargas experiencias sufridas, pero han tenido la terrible suerte que su clase dominante sí lo sea.
Para ilustrar la primera afirmación, recuerdo la anécdota de un querido tío abuelo. Contaba que, en la época de los Tinoco, reclutado contra su deseo, para el servicio militar, caminaba con la escolta por la Asunción, entonces informó al Comandante que tenía una necesidad urgente y debía hacerla en un cafetal. El Comandante, un poco dudoso, lo permitió, así que entró por un lado y salió por otro lado “como alma que lleva el diablo”. Carcajeando, decía, “de seguro el Comandante está todavía esperándome”.
Pero estos hechos se repetían desde tiempo atrás. En junio de 1871, el Comandante General notifica al Supremo Gobierno que el Comandante de Heredia afirma que “pese a la actividad que ha desplegado para hacer la recluta en aquella Provincia” con el auxilio del Gobernador, Jueces de Paz y Jefes Políticos “no ha sido posible dar cumplimiento” a lo ordenado pues “la gente no obedece las órdenes de la Autoridad y se esconde en los montes”.
Luego en agosto del mismo año, se comunica, como medida de presión, la colocación de un soldado de escolta en la puerta de las casas de los que deben ser filiados. Empero, el Comandante de Heredia se queja: “hay muchos que se han encaprichado con la mayor terquedad a no presentar a sus hijos al grado de que en algunas casas ha permanecido el soldado 18 días” pues no se puede allanar el domicilio para sacar a los renuentes, y la permanencia del soldado se hace interminable.
En noviembre de 1873, la queja va en otro sentido. Se informa que revisada la lista de soldados que habían prestado servicio y fueron citados nuevamente para reincorporarse se encontró que “la mayor parte no ha comparecido, en especial del Barrio de San Antonio y Cantón de Santo Domingo”.
En otra comunicación del mismo mes, se pide al “Comandante de Cuarteles hacer efectivo el castigo de clases y soldados (…) que se nieguen a atender la cita, para lo cual, en caso que los soldados estén ocultos y asilados en sus casas, ordena ser tomados para traerlos al cuartel para la pena correspondiente y si es necesario que el Sargento Vicente Cartín entre al lugar y los saque”.
Este comportamiento parece repetirse en años posteriores. En febrero de 1878, el señor José Salomé Vargas pide justicia por la “injusta vejación que sufrió” durante la invasión de su casa por parte de varios sargentos quienes “lo intimidaron para que permitiera registrar su casa con pretexto de buscar soldados”. El señor Vargas afirma que permitió la entrada con la excepción del Sargento Cantillano (por motivos personales), y entonces el Sargento “le presentó el revólver para hacerle tiro. Le ató las manos, así lo condujo a pie desde Santo Domingo hasta el Cuartel de Heredia”.
Las citas de los Archivos Nacionales descubren cuan reacios eran los heredianos (o al menos una parte de éstos) a cumplir la recluta militar obligatoria según las leyes de la época.
Así que, nuestra historia igual subraya, particularmente, la valentía y heroísmo de nuestros soldados en la gesta contra los filibusteros y también señala la indisposición de parte de la población a las rigurosidades y demandas de la violencia organizada de las instituciones militares.
Resulta curioso que, en estos documentos, aparece premiado, con tales actitudes, el Barrio San Antonio, es decir, el flamante y actual cantón de Belén. Quizás, esto nos diga algo también de la sabiduría popular y de algunos de nuestros gobernantes que prefirieron el trabajo y la práctica civil antes que la militar. Dejo, finalmente, como desafío, identificar y homenajear los valerosos vecinos de San Antonio que murieron o sobrevivieron en los campos de la guerra contra la invasión norteamericano de los filibusteros.
Fuentes: Solís Salazar y González Pacheco (1991) El Ejército en Costa Rica, poder político y, poder militar 1821-1890. Editorial Alma Mater. San José.
Pérez Z., E. Danilo (2013) El control y la dominación política en el régimen de Tomás Guardia. Euned. San José.
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