¿Qué comemos? Nos quedamos sin empanadas en Semana Santa
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Una anécdota ocurrida un Jueves Santo hace varios años
Luis Eduardo Sánchez Quesada
redaccion@periodicoelguacho.com
En el Belén de antaño, para la época de Semana Santa cerraban absolutamente todos los negocios y por eso habría que abastecerse de los productos necesarios para dicha temporada. Como no se comía carne, las carnicerías estaban cerradas, había ley seca por lo que nadie podría salir a tomarse sus “tamarindos”. No se encontraba en el cantón ninguna pulpería ni panadería abierta.
Además, estaba la amenaza latente de nuestros abuelos: “Los días Santos no se puede salir de la casa a hacer mandados, ni a caminar, mucho menos en carro porque se le hacía un hueco a la tierra”. Tampoco se podía ir a las piscinas o a la playa porque: “Se convertían en sirenas”, repetían constantemente los que en aquella época ya peinaban canas.
Para los Días Santos, las familias se preparaban elaborando deliciosos panes, tamales y por supuesto las tradicionales empanadas, un platillo infaltable y muy característico de la Semana Santa. En la mayoría de casas, las preparaciones alimenticias empezaban desde tempranas horas de la mañana del Lunes Santo y se extendían hasta el Miércoles Santo en horas de la noche, porque el Jueves Santo y sobre todo el Viernes Santo, era “pecado” y de esos capitales: encender el fogón, calentar la comida, cocinar o hacer cualquier intento de actividad. ¡Es pecado, es pecado! Para evitar esta era mejor preparar todo con suficiente antelación.
Una numerosa familia de belemitas, como las de aquellas épocas, empezó a preparar empanadas desde el Lunes Santo, con el motivo de tener con que acompañar el café y el agua dulce en los Días Santos. Aquellas empanadas de chiverre y de piña eran un “manjar de dioses”, pero había que hacer milagros para que alcanzaran porque “había muchas bocas y poca comida”.
Por este motivo, era que apenas se terminaba de hornear las empanadas, estas se colocaban en una canasta que previamente había sido alistada: con un pañuelo o tapete para cubrir y un buen nudo para evitar que algún antojado se animara a abrirlas y comerse algunas. La canasta una vez bien envuelta se “escondía” para evitar tentaciones. Algunas se guindaban de las cerchas de los techos para que ningún curioso intentara comerse las empanadas antes de tiempo.
Esto se hacía, no porque las cocineras de aquel entonces fueran tacañas o “Devotas de la Virgen del Codo” como se decía en aquellos tiempos, se hacía porque sino se guardaban suficientes, llegaba el Jueves y Viernes Santo y no había manera de conseguir pan.
Pasada la Procesión del Jueves Santo y la develación del Santo Monumento, aquella familia se destinaba a bajar la canasta que tenía las empanadas que le alimentarían. Empezó el tan esperado momento de la canasta con las empanadas, se logró bajar, se deshizo el nudo y… ¡Sorpresa! La canasta estaba completamente vacía. No había una sola empanada. ¿Qué comemos? Se cuestionaba aquella familia. ¡Nos quedamos sin empanadas en Semana Santa! exclamaron los miembros de aquella familia.
Esto causó caos, angustia, preocupaciones y hasta hambre a aquella familia de belemitas, que se quedó sin empanadas porque alguno de sus integrantes se apropió de las empandas sin compartir ni una sola.
Han pasado varios años de aquel suceso y todavía sigue siendo un misterio ¿Quién se comió las empanadas?