Cine Murillo: imágenes evaporadas por el tiempo
Colaboración de: E. Danilo Pérez Zumbado.
Después del rito de entrada, había que esperar minutos, que podrían ser eternos, antes de que, del cajón oscuro, brotara el milagro de las imágenes: las caderas de “Tongolele” en “Las noches de Blanquita”, la pistola de B. Lancaster en “Duelo de titanes”, el beso de H. Bogart y I. Bergman en “Casablanca”, el chompipe de López Tarso en “Macario”, la furia del mar en “La aventura del Poseidón”, etc. Imágenes evaporadas por el tiempo.
Antes nos preguntábamos: ¿en qué se parece el Cine Murillo al Teatro Nacional?: “Idiay, el Teatro Nacional tiene una araña con cien bombillos y el Cine Murillo, un bombillo con cien arañas”. Si por comparaciones fuese, el Cine Murillo estaba lejos de la estética del Teatro Nacional. Empero, ese cine influyó decisivamente en la vida de miles de belemitas, mucho más que el ícono nacional. Hoy queda del cine, el cajón de cemento y su fachada principal, convertido en el almacén Casa Blanca. En el libro “Legado en Blanco y Negro” (fotografías de Gonzalo Sánchez Villegas (q.e.p.d), está la versión original: al frente, un corredor resguarda del sol a un grupo de niños; a la izquierda, una ventana pequeña de boletería; detrás de los niños se insinúan las puertas; a la derecha un tablón rectangular con dos patas anuncia los estrenos y, en el segundo piso, encima del corredor, una azotea con barandas y un par de portezuelas. El techo, a dos aguas, en su cúspide destaca una caseta pequeña que cubre la sirena. En los años setenta, hubo mejoras que lo transformaron en un edificio de cemento, manteniendo en lo fundamental su espacio y disposición interna.
En los años cincuenta, el Cine Murillo compitió con el Teatro Belén, edificación de la iglesia católica, a la par de lo que conocemos como “Casa de las Monjas”, en la que, además de “veladas artísticas”, se proyectaban películas aprobadas por las autoridades eclesiásticas. El Cine Murillo era parte de un complejo perteneciente a don Guillermo Murillo, ubicado en la esquina Suroeste de la cuadra adyacente al actual Palacio Municipal: por el Oeste, el Taller Murillo de Radios y el Cine Murillo; en la esquina la pulpería y cantina “La Central”, y hacia el costado Sur, la misma cantina junto al domicilio de Don Memo. Estas edificaciones tenían al frente, al Oeste, la pulpería y soda “La Giralda” de don Sérvulo Zumbado.
Memo Faith, técnico alemán, pequeño, delgado y siempre con un cigarro en la boca, hacía malabares con las máquinas. La pantalla del cine era de dimensión normal, entonces si proyectaban una cinta “cinemascop”, las figuras aparecían como pinturas del Greco: altísimas y angostas. Faith inventó dos cajas triangulares de vidrio llenas de agua, que colocadas a la salida de la imagen, según la amplitud del ángulo de colocación, evitaban el encogimiento citado. Don Memo o doña Teresa González, su esposa, ocupaban la boletería. Los operadores de proyección fueron don Manuel “Keko” Álvarez G., a partir de 1955 y Carlos “Paisa” Aragón M., que lo sustituyó por muchos años. Wilfrido “Firo” Venegas, pelo teñido y saco negro gastado, recogía tiquetes, evitaba la entrada de tramposos y sacaba “colados”. A veces generoso, con mirada cómplice permitía que alguien entrara sin tiquete. Había formas clandestinas para entrar. Una vez el “matiné” era de “Pulgarcito” a dos colones la entrada, así que quince carajillos entraron al orinal del salón de baile “La seringa”, quitaron una tabla floja y saltaron al orinal del cine. Apagadas las luces ocuparon sus butacas. “¡Qué raro!”, decía don Memo, “la taquilla estuvo mala y ve el montón de carajillos que salió”.
El cine tenía tanda jueves, sábados (7 p.m.) domingos (5 y 7 p.m. y a veces “matiné” a la 1 p.m.). El tiquete costaba entre 1,25 y 2 pesos. Don Memo trabajaba con el circuito mexicano Pel-Mex, el más barato. La gente se aburría de tanta película repetida. En la región rotaban unas cuarenta películas que iban y venían. “A la puta, qué pereza, otra vez “El santo contra las momias de Guanacuato”, se quejaba la gente frente a los afiches pegados en tablones de madera tosca. En oportunidades se contrataban películas más caras del circuito Urbini: “Poseidón”, “Los diez mandamientos”, “Ben Hur”, etc. La moral pública, algunas veces, se veía lesionada cuando una película mostraba más de lo permitido. Una vez se anunció la cinta “Interpol, llamando a Río” (cuyo título original era “Los Degenerados”). Aquella noche llegaron, entre otras, señoras devotas acompañando a jóvenes sobrinas a tan especial estreno. El problema vino cuando una bella actriz se despojó de la blusa y dejó sus redondos senos al viento. Acto seguido el suspiro ensordecedor de los libidinosos y el grito soterrado de las señoras hicieron temblar el cine. Al otro día en pulperías y comercios reinaban los comentarios: “Viste que buena película, yo mañana no me la pierdo”, “Qué barbaridad, y don Memo que es maestro de capilla, ¿cómo se atreve a traer películas tan inmorales?, lo mejor sería cerrar ese cine”.
En ese espacio muchos chiflaron porque la cinta comenzaba al revés o el muerto del principio aparecía vivo a la mitad de la película; se tiraban pedos, lanzaban “chingas” de cigarro, soltaban gatos, pegaban chicles en las butacas para desdicha de los espectadores; otros y otras dieron su primer beso, se excitaron o escandalizaron por los jugueteos de escenas atrevidas; se levantaron inconscientes de sus butacas detrás de un caballo desbocado, aplaudieron al artista que vencía a los malhechores. Y de regreso en sus noches, tenían apasionados romances con Rock Hudson o María Félix, se trasladaban “al peñón de las almas” con Emilio Fernández, bailaban con Silvia Pinal, cantaban con Jorge Negrete o perseguían bandidos junto a James Steward. Héroes y heroínas en la historia de sus sueños. El Cine Murillo fue la versión real de la película “Cinema Paradiso”, donde Salvatore, director de cine, regresa después de 30 años, a su pueblo natal al funeral de su viejo amigo Alfredo, proyeccionista del cine local, durante su infancia en Sicilia, para revivir los recuerdos de su primer amor y los capítulos que marcaron la felicidad de su infancia. Hoy, frente a fachada del Cine Murillo, alguien nos ofrece prestiños a 15 céntimos y desde el fondo Gaston Santos nos hace guiños para que pasemos a ver “La flecha envenenada”.
*Agradezco la colaboración de Luis M. Pérez Z. y Oscar Álvarez G. para la redacción de este artículo.
El cine Murillo tiene un gran significado para mi, ya que prácticamente pase gran parte de mi infancia en el. Mi padre es Carlos Aragón Martínez (paisa) quien era el operador del proyector a si que podrán imaginar la cantidad de películas que tuve la oportunidad de ver en dicho cine ya que mi papa nos llevaba a casi todas las funciones que se daban, que recuerdos mas bonitos me vienen a la mente lastima que no hayan mas fotos del cine.