noviembre 22, 2024

Relato en formato literario de una de las cuatro muertes que se dice, ocurrieron en las esquinas de la plaza de San Antonio de Belén.

E. Danilo Pérez Zumbado.

Raúl cruzó el puente de hierro de la hacienda Solera, llegó al borde de la escarpada ladera del Virilla; en la penumbra, apenas pudo captar el desfile irregular de arboledas que descendían mientras, abajo, el río seguía su trajín vibrante. Lito llegó después, se había retrasado porque creyó ver un “cola blanca” entre las callejuelas de café. Serían las cinco de la mañana cuando descendieron por la trocha empedrada y, a cada paso, una fragancia boscosa llenaba sus pulmones.

Una hora después, María estaba sobresaltada por un sueño. Mientras alistaba el desayuno de sus padres, su mente no paraba de repetir las imágenes. Ella llegaba hasta una puerta, se abría un amplio salón, a su izquierda un mostrador de madera tosca,  en el fondo opaco dos figuras se movían y un objeto cilíndrico la apuntaba. Después, una efervescencia nubosa la cubría, desde aquella un arete puntiagudo se dirigía a su pecho. Lo veía acercarse, en cámara lenta, y, aunque no tenía miedo, algo le decía que pronto tendría una mancha roja en el centro del delantal de florecillas amarillas. María terminó de colar el café y se propuso olvidar el asunto, ese día tenía primero que lavar y aplanchar en casa de doña Mento y, después del mediodía, ir a la casa de doña Teresa. Quiso despreocuparse. Se repitió  que todo sucedería normalmente. Puso sus cosas en el bolso mullido y abandonó la casa. Sobre el portón un pajarillo se inquietó con su mirada.

Raúl y Lito llegaron a las orillas del Virilla. Caminaron hacia el Puente Mulas; en el farallón norte las cataratas salpicaron sus rostros y luego tras un sendero empinado acamparon bajo de un árbol en un acantilado. Raúl sacó cigarros y Lito le dijo que tal vez más tarde. Desenfundaron las carabinas, una 22 y otra de munición 44. Colocaron pacientemente las balas. Guatuso, el perro palomero estaba inquieto; Raúl lo mantenía amarrado esperando la oportunidad de soltarlo. No tenían prisa la mañana era joven. Hablaron de las novias y las dificultades para conseguir trabajo estable. Tenían esperanza, alguien les dijo que la compañía eléctrica  seguiría la construcción de plantas a lo largo del Virilla. Nada se divisaba en la cúpula ni en los matorrales. Ni codornices, mirlos, palomas de monte, garrobos, zorros o conejillos. Se llenarían de paciencia; era octubre, temporada de patos canadienses y todavía no asomaban en el cielo. Por de pronto se extasiaron en el paisaje: el follaje verdusco de la peña, se mezclaba con floraciones amarillas y la serpiente acuosa se deslizaba debajo de un cielo que empezaba a despejarse.

El mundo de las cosas parecía inmóvil. El tiempo siguió consumiéndose. Pasadas las ocho de la mañana abrieron  las “burras” y su olor les punzó las ganas de comer. Desde el oeste dos palomas de castilla descendían. Lito comentó que, por las señas, sería lo único que cazarían aquella mañana. De pronto, como si supieran que una escopeta las esperaba, levantaron nuevamente el vuelo. Después Lito fulminó una codorniz y soltaron a “guatuso” para que corriera un rato. La mañana se les fue en hacer tiro al  blanco. Frustrados sustrajeron las balas de las escopetas, Raúl recordó el “cola blanca” y dejó un proyectil por aquello de las dudas. A las once emprendieron el regreso. Llegados a la cima, Raúl volteó para disfrutar el paisaje y perdió el equilibrio. Con un dolor seco en su pierna derecha, se levantó cojeando y, entre maldiciones, se olvidó de todo. Lito le dijo que se aliviaría y que un “guarapetazo” en la cantina de Cholo sería suficiente.

En la cantina,  Raúl colocó las armas a un lado del mostrador y pidió un trago para cada uno. El reloj de la iglesia anunció el mediodía, María se santiguó y  dio  gracias a doña Mento. Lito aceptó un cigarro y en la primera golpeada lanzó tres rueditas de humo que se disipaban en el aire. Ella salió presurosa pensando que llegaría tarde.  No había gente en las calles, el calor gravitaba tensamente sobre los tejados. Adentro, ellos hablaban de mujeres, Raúl le confesó a Lito que la muchacha que trabajaba con doña Teresa le gustaba, tenía buen talle y los ojos negros. A las doce y quince, María tocó la puerta  y al abrir, doña Teresa la recibió con un gesto de nostalgia. Le pidió primero que fuera por un rollo de candelas a la cantina. Lito le aconsejó a Raúl que, cuando la viera,  le dijera algo, tal vez alguna broma para comenzar la cosa. María entró y en el fondo opaco dos figuras se movían. A Raúl le saltó el corazón, María estaba justamente entrando a la cantina; no escatimó tiempo alguno, algo debería ocurrírsele, entonces le gritó “María” y ella, sorprendida, le devolvió una sonrisa larga. Él se quedó en suspenso, de pronto tomó la carabina y con una expresión juguetona le dijo “te voy a matar, María” y, antes de apretar el gatillo, algo le dijo a María que pronto una mancha rojiza se extendería sobre  el delantal de florecillas amarillas.

 

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