noviembre 21, 2024

Imagen con fines ilustrativos

E. Danilo Pérez Zumbado

Escribí, en el título, “pecados” no por moralismo sino para intentar un encabezado atractivo. Me refiero, más bien, a decisiones empresariales lamentables, al menos para mí. Pedregal es una empresa belemita de proyección nacional y, desde el plano local, realizó la crítica justificado en las políticas de responsabilidad social. Años atrás Pedregal adquirió la Hacienda Rohrmoser la cual, remontándose en el tiempo, fue parte de la exitosa producción cafetalera de la época dorada del grano de oro, siglos XIX y XX. Desde la visión capitalista, la adquisición es entendible: es una reserva en el sur del cantón, de potenciales fines urbanos y comerciales, y continuidad de la veta de piedra y arena de la empresa originada por Don Rafael Ángel Zamora González (q.e.p.d).

Una vez adquirida el cambio fue radical. Parte de ella se dedicó a la producción de materiales de construcción y el resto a pastizales. En ese frenético movimiento ocurrieron hechos deplorables. Nos referimos a la destrucción de la casona de campo de las antiguas familias propietarias (Solera, Simón y Rohrmoser). Alguna vez miramos tras sus linderos: la casona de madera rústica, el amplio jardín de aves exóticas (pavorreales y faisanes), la pila de natación, etc. Si se ve como mero objeto entonces no tiene importancia pero, histórica y culturalmente, era la típica casa de campo de las oligarquías cafetaleras.

Una muestra del modo de vida (usanzas, costumbres, utensilios, haberes, etc.) de los cafetaleros de la época de oro. Su destrucción dio paso a la construcción de una casona moderna para eventos sociales y comerciales. Sobre esto no me mueve ninguna indisposición, refleja la rentabilidad empresarial. Empero, existiendo tanto terreno en los alrededores, ¿por qué no fue posible que ambas coexistieran? De haber sido así, la casona nueva tendría un atractivo turístico-cultural de gran valor patrimonial. Esta ceguera se confirmó después con la destrucción de la casa del patriarca de la familia, don Ignacio Zamora.

El otro “pecado” fue la destrucción de Los Playones. Un homicidio ambiental (y cultural). Pérdida de paisaje, flora y fauna. No existía, en Belén, mejor lugar para admirar el Río Virilla. Al sur, después de la planicie de los cafetales estaba el borde de la peña. A escasos metros del portón de hierro que iniciaba el descenso, un par de pedregones servía de mirador: abajo el Río Virilla se deslizaba, como serpiente, hasta Puente Mulas. Sitial de trillos indígenas y coloniales. El descenso, un camino pedregoso de arboledas, pájaros y armadillos. Lugar dónde miles de visitantes aprovechaban el verano en caminatas y paseos. Hoy es una planicie de cemento, en cuyo centro un galpón sirvió como planta de producción.

Devolver el pasado no es posible. Entiendo que las sociedades cambian pero lo hacen al tenor de los valores de quienes toman las decisiones. Nunca olvido la portada del libro “Para leer al Pato Donald” de Dorfman y Matterlar: el pato Donald muestra sus grandes pupilas rematadas con el signo del dólar. Así miraba el pato Donald el mundo. ¿Podremos cambiar esa mirada? La empresa Pedregal puede al menos restituir en parte lo perdido.

En Belén, existen todavía inmuebles y propiedades que de preservarse inteligentemente darían a las futuras generaciones un aporte invaluable histórico, cultural y ambiental: la Gruta de Potrerillos, el Balneario de Ojo de Agua, casas icónicas de Belén ¿Acaso no será posible que, en consonancia con las políticas de responsabilidad social y cultural, la Empresa Pedregal quiera contribuir para la preservación de alguno de esos bienes? Seamos optimistas y pensemos que es posible. Es una invitación vehemente.

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