El peine
José Zumbado González
Miércoles, último día de la semana (los que hemos trabajado en la empresa privada sabemos de lo que estoy hablando), unos traguitos con los compañeros después de la jornada y a descansar.
Jueves libre, no mucho por hacer, entonces a la rutina, al Balneario Ojo de Agua. Busqué mi bolso, cambié los trastos del día anterior por una toalla, un frasco de vidrio con aceite de coco como bronceador y unas chancletas, saqué de mi billetera tres mil colones, suficientes para eliminar una resaca y el pago de la entrada.
Calor sofocante de fin de verano, última semana de vacaciones de colegio y sí, sí llegó, siempre llegaba a la piscina. Era una flaca bella que se sentaba a broncearse en el mismo lugar que yo frecuentaba. Esta vez me adelanté para robarle el espacio, la vi aproximarse por los trampolines, crucé los dedos y me sirvió, se sentó justo a mi lado. Un temblor de cuerpo se sumó a mi resaca al verla a mi lado, besito en la mejilla, no sé por qué, me dejó como loco, sentí que quería mi compañía, bueno, digo esto por mi ego inflamado, y ahora a lo mío, a nado tres veces la piscina, dos pilas sumergido y para rematar una sacudida de melena para que los colochos quedaran en su lugar, todo frente a ella, un ritual de conquista.
Pero ya no aguantaba más, las ganas de una cerveza me estaban matando, entonces le dije que cuidara mi bolso y si quería un refresco, asentó con la cabeza. La fila era de treinta metros por lo menos, el bochorno, los piscinazos, la resaca y el “ahora ¿qué le digo?, ¿de qué le hablo?”, me hacían temblar las patas como un conejo sin madre.
Un par de vasos llenos no me dejaban caminar tranquilo por temor a derramar la cerveza principalmente. Cuando estoy por llegar, levanto la cabeza y veo a un tipo en mi lugar, conversando con la muchacha. Le entregué el refresco y el hombre pregunta si me quitó el campo, a lo que inmediatamente le respondo que sí, que ese era mi lugar, le dije con aplomo, entonces se corre el tamaño de una nalga, calculo yo, por lo que metí la otra casi a la fuerza para desplazarlo.
El diálogo con Sandra se tornó ameno, supongo que me desinhibí un poco con la cerveza, pero una voz en mi oído izquierdo no me dejaba en paz. Era el mismo individuo que pretendía mi lugar, eso que le hablan a uno y como no pone atención le repiten y le repiten, pasados unos diez minutos de aquella incómoda situación, pensé: —tranquilo José, tranquilo, voltea a ver qué diablos quiere—, y siguió, hasta que me sacó de casillas y le pregunté qué era el asunto: —¿es una cerveza lo que quiere?, tenga, tenga—, le di un billete de mil colones, con dolor en el alma, para que desapareciera, —pero me trae el cambio—, le repliqué como despedida al billete y a aquellas cuatro cervezas, bien pude decirle a mi nueva amiga que cambiáramos de lugar, pero ¿por qué?, a ella le gustaba estar ahí y a mí también, no le dije nada.
Todo arreglado, con el camino despejado, un poco de dolor por la pérdida de los mil colones, pero seguí con mi plan de conquista. De vez en cuando y de reojo, veía como aquellas gotas de sudor desmayaban entre sus senos para crear delgados hilos de agua que descansaban en su ombligo para luego continuar el camino al paraíso, nunca tuve tanta sed.
De pronto, siento unos toques en la espalda, era el tipo del billete que atacaba de nuevo. En una mano traía dos cervezas con unos billetes y en la otra un refresco y un peine negro. Solo acaté a decir para mí: —Dios mío, qué cosa más terrible.
—Oye «Pelos»—, así me dijo, —¿por qué hizo esto conmigo?, ¿por qué me dio esta plata?, usted no sabe que con este dinero me pude haber jalado, me pude haber ido, ¿acaso me conoce?, ¿por qué confió en mí? Oiga «Pelos», esto nadie lo ha hecho antes, ¿por qué usted?, ¿qué es el asunto?, ¿qué es la cosa?, «Pelos» pero que buena nota, ahora que le tengo más confianza le voy a contar algo, aquí entre nos, loco, vengo saliendo de la cárcel. La Reforma es lo más duro que hay, yo era de los mejores DJ de mi ciudad: fiestas privadas, trabajé en todas las discotecas de San José.
—El asunto es que en ese ambiente hay cada loco, hasta que un día me dieron por la jupa con una música, me la robaron, pero me di cuenta quien fue, loco, lo cerré a golpes, a puros pichazos, pero me colorearon en muchos lugares y me quitaron la chamba, ya casi ni trabajaba, entonces comencé con el perico, cocaína de la mejor, pero vea como me dejaron por comprar coca y no pagar— se levantó el suéter del buzo y pude ver una gran cantidad de cicatrices por toda la espalda, y siguió con el cuento… —hasta que pasó lo que yo no quería, yo no quería, «Pelos», se lo juro por esta— me decía mientras hacía una cruz con el índice y el peine —yo no quería, pero era él o yo, entonces lo madrugué, me lo eché—, hizo un gesto a la garganta con el peine, como sentencia de degüello, el puño le temblaba, veía odio en sus ojos.
Para cambiar el ambiente, le pregunté el porqué del peine, —usted nunca lo suelta ¿verdad?— Hay hermano Pelos, esto en la Reforma es como el ombligo, todos tenemos uno, es más, se lo regalo, uno nunca sabe si lo va a necesitar. Este peine ya me salvó la vida una vez, esto es un arma, tal vez le sirva de algo.
Por fin el tipo se marchó. Reaccioné, hice algo como un ejercicio de respiración, volví la cara hacia Sandra, pero ya no estaba, el tipo me llama, hace señas al otro lado de la piscina, me grita y hace ademanes con el dedo, me dice, —yo creo que allá va “Pelos”—. Sí, se había ido, salió como loca, despavorida, después de escuchar aquella trágica historia, la última vez que la vi cruzaba el puente de la piscina con rumbo al lago.