noviembre 19, 2024

Por Oscar Pérez Zumbado*

El 3 de diciembre de 1968, fue un martes atemporalado. Nubes plomizas se abrazaban impidiendo al sol regalar su mejor sonrisa. Camino al cafetal de Don Eduardo «Cuco» González, una garúa finita pero punzante se filtraba friolenta entre los huesos. Ni el «Acto de Clausura» para los Sextos Grados de la Escuela España, me libró, aquella mañana, de la ortiga ni de la lluvia acumulada en el follaje cabizbajo de las matas de café.

– ¡Arriba Mijito! yo sé que hoy es su graduación, pero durante la mañana algo de grano recoge y su boletito se gana; así aprende a ser hombre de trabajo – me dijo mi madre al despertarme aquella mañana.

Éramos entonces sólo un puñado de párvulos emocionados por el primer logro académico en nuestras vidas; una generación que acompañaba el cierre de la década de los sesenta, rica en cambios en diferentes campos del quehacer humano. Éramos los herederos del susto de la «Crisis de los Misiles» de la Cuba del 62; del asesinato del primer presidente católico de Estados Unidos; de la leche en polvo y del queso amarillo de la Alianza para el Progreso. ¿Y cómo olvidar la revolución musical del Cuarteto de Liverpool? ¿O en nuestro pueblo, el manto de ceniza, de un iracundo Irazú, que se extendía bajo nuestras huellas camino a la escuela? Vivimos con el 68 el regreso exitoso de la tripulación del Apolo VIII que dejó abierto el camino a la primera huella humana en la cara de la luna. México se vistió de gala  con la XVI versión de las Olimpiadas. Los movimientos estudiantiles de «Mayo del 68″, nacidos en los campus universitarios más influyentes del mundo, pagaron con sangre su vehemente denuncia contra la injusticia del orden mundial vigente; y canciones como «Hey Jude» de los Beatles nutrían de ilusión y esperanza los corazones y mentes de una juventud contestaria.

Todo eso sucedía en el mundo, pero nosotros éramos tan sólo niños y niñas a la espera de un gran acontecimiento: el «Acto de Clausura», fijado para las 7 pm del martes 3 de diciembre. Se llevó a cabo en el «Teatro Belén», aquel imponente edificio de bajareque que aún hoy se resiste a dejar el regazo nostálgico del recuerdo. Quienes aquella noche subimos al escenario a retirar con ilusión nuestros diplomas y con tristeza a entonar el «Adiós Muchachos» de Vedani, caminábamos de la mano de la nostalgia que nos susurraba que aquello era un adiós a la inocencia; un adiós inevitable, porque la rueda de la vida seguiría girando, llevándonos a partir de aquella noche por nuevos caminos, surcando otros mares, escalando nuevas montañas. Desconocíamos entonces si nuestros caminos se entrecruzarían en el mañana u orientaríamos nuestras vidas por paralelas que se perderían solitarias en el horizonte.

Tras la puerta que cerrábamos, quedaban gravitando en los pasillos de la Escuela España nuestras sonrisas y lágrimas, nuestros éxitos y fracasos; y en nuestros corazones, eterna gratitud para nuestras educadoras; Ofelia Vargas Palacios y Juanita Alfaro Lobo, maestras de Sexto Grado, y la niña Margarita Mora Cervantes, maestra de Religión, quienes con su paciencia y sabiduría nos forjaron en las primeras armas del saber, y nos inculcaron los mejores valores éticos y morales, moldeando así hombres y mujeres de bien.

Estas remembranzas acudieron prestas a mi mente el pasado 8 de septiembre, cuando a petición de algunos compañeros y compañeras de Generación, nos reunimos para celebrar la vida y los recuerdos que nutren el alma. Gracias a ellos y ellas (a quienes no nombro por temor de olvidar injustamente a alguien), por hacer posible ese rato de amistad y algarabía.

*El autor es licenciado en derecho de la Universidad de Costa Rica. Abogado y Notario externo del BNCR. Fotógrafo aficionado, gusta de la poesía y literatura, especialmente hispanoamericana.

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