marzo 29, 2024

Luis Alvarado Guzmán, vecino del Barrio San Vicente.

Qué maravillosa resulta la vida de cada una de las personas que formamos parte de este género que llamamos “humano”. En efecto, cada ser humano es un misterio insondable en el cual, asomarnos, nos puede causar vértigo. En este abrir y cerrar de ojos, este segundo en el devenir del tiempo que es nuestra existencia, nos debatimos tantas veces entre la angustia y la esperanza, la alegría y la tristeza, buscando muchas veces sentido a lo que somos y hacemos. Y en verdad resulta ardua esta labor de buscar respuestas a tantas incógnitas y porqués que la vida nos plantea: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿tienen algún sentido el sufrimiento y la muerte?,  ¿qué es el amor?, ¿tiene algún sentido poseer fe y esperanza?, ¿por qué existe el mal?, ¿de dónde procede este carcoma maligno que corroe nuestras entrañas?, ¿existe una vida en el “más allá”?… Tales enigmas tocan el fondo del espíritu humano y, por tanto, no se les pueden dar respuestas evasivas o superficiales; estamos ante el profundo misterio del ser humano, de un ser que es esencialmente un “homo religiosus” y por ende, en esta dinámica, entra en juego la persona de Dios.

A lo largo de los siglos, han sido muchos los que han tratado de buscar respuesta a estas y otras tantas interrogantes; citarlos a todos sería una obra monumental. Veamos algunos ejemplos: Para los estoicos de la antigüedad griega, todos los procesos naturales, tales como la enfermedad y la muerte, siguen las inquebrantables leyes de la naturaleza. Por tanto, el ser humano ha de conciliarse con su destino. Nada ocurre fortuitamente, decían. Todo ocurre por necesidad y entonces sirve de poco quejarse cuando el destino llama a la puerta. Más cercano a nosotros, surgió el renacimiento, un movimiento cultural que trató de responder a los grandes interrogantes del hombre sin la necesidad de recurrir a Dios. El ateísmo propiamente, alcanzó su apogeo con pensadores como Feuerbach, para quien Dios era una ilusión creada por el hombre y una proyección de sus deseos más profundos. Nietzsche proclamó la muerte de Dios y la grandeza del hombre; afirma este autor “¡Hermanos míos, yo os exhorto a que permanezcáis fieles al sentido de la tierra, y nunca prestáis fe a quienes os hablan de esperanzas ultraterrenas! Son destiladores de veneno, conscientes o inconscientes. Son menospreciadores de la tierra, moribundos y emponzoñados, y la tierra les resulta fatigosa, ¡Por eso desean abandonarla!”. Para Sartre la fe en Dios es un espejismo; afirma el filósofo francés: «El hombre se aniquila como hombre para que Dios nazca. Pero la idea de Dios es contradictoria; de aquí que nos aniquilemos en vano«, «El hombre es una pasión inútil«. Una idea más de este autor: “Dios no debe existir, no puede existir. De hecho, es una necesidad que Dios no exista: si existiera, sería el Otro absoluto, el rival, el enemigo”, “Si Dios existe, el hombre es la nada; si el hombre existe… Enrique, voy a enseñarte una picardía enorme: Dios no existe… Adiós a los monstruos, Adiós a los santos, Adiós al orgullo. Sólo existen los hombres”.

Prácticamente, todos los teóricos del ateísmo han partido de una falsa premisa, la creencia de que Dios es el enemigo del hombre, nuestro rival, alguien con quien se hace incompatible la coexistencia y, por tanto, debe ser destruido. Curiosamente, muchos de estos pensadores crecieron en ambientes “religiosos”, posiblemente recibieron una fe deformada, que les transmitió la idea de que Dios es un sádico que se goza con el sufrimiento de las personas. Desgraciadamente para ellos, nada más lejos de la realidad.

Respeto muchísimo y admiro en cierta forma a los ateos y agnósticos. Paradójicamente me enseñaron a profundizar en el conocimiento de mi fe, de una manera sistemática, crítica y serena. Aprendí que, en su esfuerzo por demostrar la no existencia de Dios, se olvidaron de que las realidades espirituales no son objeto de demostraciones empíricas. Efectivamente, “demostrar” la existencia o inexistencia de Dios es algo que supera las posibilidades de la ciencia y la razón.

Grandes titanes de la fe como lo fueron san Agustín, santo Tomás de Aquino, Teilhard de Chardin y Chesterton, entre otros, supieron llegar a Dios no solo por el camino de la fe, sino también por el de la razón. Pues, ciencia y teología, razón y fe, no se oponen, se complementan. Si a ello aunamos el testimonio de aquellos grandes místicos que encontraron a Dios en el camino de la oración, la soledad y la intimidad: san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila, san Francisco de Asís…¡qué concepción de Dios tan distinta al “dios” de los ateos se puede llegar a obtener!

Soy creyente porque sé que Dios es ante todo AMOR (con mayúscula), no ira ni venganza,  porque nuestros “amores” son partícipes de ese amor mayor y no hay nada en este mundo más maravilloso que el amor que nos profesamos. Eso es lo que realmente nos hace grandes. Respeto y aprecio a todo ser humano, pero no con un amor filantrópico, sino en la caridad, pues veo en cada rostro el rostro de Dios. Por eso mismo, defiendo la vida a ultranza: condeno y repudio como un crimen abominable el aborto, y juzgo como un atropello contra la dignidad humana la clonación, la FIV, la eutanasia y la eugenesia.

 

 

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