marzo 28, 2024

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Danilo Pérez Zumbado.

El padre Terencio, después de visitar enfermos, compartió buena parte de la tarde con   Don Felipe Flores. Luego salió de la casona con el paladar agradecido y una duda cortante en la cabeza. El agua dulce y las tortillas aliñadas habían estado deliciosas, pero el alejamiento del Don Felipe le pareció extraño. Ese viejo gamonal lo conocía desde niño, le había ayudado a mantenerse en el seminario y lo trataba siempre con estimación y confianza. No tenía idea de aquel distanciamiento. La incertidumbre creció al recordar que Don Felipe ni siquiera le insinuó que se llevara una bestia para bajar hasta el poblado, como solía hacerlo. Serían, acaso, las cuatro y media de la tarde; allá en el oeste un nubarrón cruzado de centellas anunciaba que el cielo estaba cayéndose como mezcla violenta de descargas y goterones. Con paso agitado llegó hasta la tranquera principal de la hacienda y dobló hacia el oeste siguiendo el curso de la maltrecha calle que unía la Asunción con San Antonio. Aquello no era una calle –se decía- al recordar los caminos citadinos que, años atrás, había conocido en Europa; en realidad era una trocha flanqueada por pedregones que separaban el asiento de lastre de los desagües verduzcos e irregulares. Muy pronto, sería un lodazal imposible de transitar con aquellos botines de señorito que llevaba de calzado.

La tarde se iba ensombreciendo y tal era su prisa por llegar a la Casa Cural que no atendía los adioses que provenían de los alargados corredores de las pocas casas que iba encontrando en el camino. A veces  -pensaba- es preferible ser hosco que soportar la necedad de algún cristiano que convierte el escaño en un confesionario. Rapidito se fue yendo cuesta abajo con la amenaza de que la llovizna se tornara en feroz aguacero.  A la altura de la finca  Los González, en una pequeña colina donde la calle se curvaba, vio que el chaparrón venía subiendo hacia el este sin contemplación alguna. Calculó que le quedaban todavía setecientas varas para llegar a la hacienda de Chango Solera, donde, tal vez, un medio techo le serviría de amparo. Después no habría paraguas capaz de detener el chaparrón. Siguió imparable y pronto se descubrió falda en mano, en una delicada danza evitando los barriales.

La carrera había sido provechosa; a pesar del sobrepeso y el maletín de cuero, estaba a escasas varas de la  entrada de Don Chango. La oscurana se espesaba y adelante,  haciéndole una apuesta, la cortina de agua se le venía encima. No había opción, tendría que refugiarse en la casa del mandador de la finca, asunto que no le agradaba. El viejo Tomás era persona de pocas pulgas con quien solía enfrascarse en discusiones interminables. Miró hacia el norte de la calle y justo al frente estaba la entrada de la propiedad de Doña Rosario Viuda de Ramírez. Una agitación  placentera recorrió su cuerpo. La recordó, años atrás, caminando esbelta y juguetona en patios y alamedas de la casona de Don Felipe. Ella, con sus diecisiete años de hermosura, agitaba su cuerpo con sospechosa alegría mientras él, imposiblemente, intentaba dejar de mirarla a través de una ventana. Nunca olvidó el día en que, por un azar largamente ansiado, chocaron repentinamente en la esquina del corredor de la Casona. Sus rostros frente a frente, mirándose a los ojos, escuchando sus respiraciones, percibiendo el olor de sus cuerpos y queriéndose fundir en un sólo arrebato. Sí, no lo olvidaría nunca. Entonces, sintió miedo, vergüenza y un látigo moral se descargó en su pecho. No podía ser, no debería ser. Él, un sacerdote entrando a la casa de una viuda al caer las sombras. Pero una fuerza poderosa lo empujaba hacia el portón de hierro, intentó escudriñar los alrededores. ¿Habría una malicia abierta, alguien estaría mirando detrás de una ventana? Pero antes de responder, ya estaba haciendo repicar la aldaba con forma de culebra. La puerta se abrió. Doña Rosario tenía soledad en sus pupilas y una belleza madura se acantonaba en su presencia. Buenas tardes –dijo Terencio– no ve que me agarró el aguacero aquí en el frente.

La tarde se hizo noche, la lluvia cesó y el padre Terencio se deslizó como un espectro entre la arboleda y alcanzó la calle. Sintió, al alejarse, que su cuerpo descargaba culpas.  –Pero, si solamente hablamos y tomamos chocolate– se recriminaba. Cuando llegó a la Casa Cural estaba oscuro. Una triste bombilla en el poste de una esquina apenas servía para atraer las palomillas. Atravesó el portal de entrada y se dirigió a la puerta. La débil luz que se contoneaba a través de una vidriera, le indicó que Merceditas, la casera, no se había  ido todavía. Cerró el paraguas y  secó la frente y la nuca con un pañuelo grueso. No había necesidad de utilizar la llave, la puerta estaría abierta. Su mano derecha se dirigió lentamente hacia la cerradura para girar el pomo, su dedo índice fue el primero en sentir una sustancia viscosa que luego se extendió a la palma. Entonces tuvo conciencia que su mano estaba atiborrada de un excremento fétido cuya emanación se filtró hasta lo profundo de sus pulmones. Maldición- fue lo único que pudo exclamar. Cuando estuvo adentro, Merceditas, impresionada por rostro contraído del Padre Terencio, sólo atinó a decirle: Padre le tengo malas noticias.

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