abril 19, 2024

Los que éramos entonces teníamos tantos nombres pero no teníamos ninguno

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Luis Paulino Vargas Solís*

https://sonarconlospiesenlatierra.blogspot.com/

En los años setenta y ochenta del pasado siglo éramos playos, culiolos, yigüirrones, platanazos, rabanazos, pájaros, mariquitas, etc. Teníamos tantos nombres, pero ninguno en el cual reconocernos. Habitábamos la nominalidad de lo denigrante, no la de la dignidad. No éramos gais. Esa denominación simplemente no existía. En medio de la profusión de etiquetas insultantes, no sabíamos cómo designarnos a nosotros mismos.

La gente sabía que existíamos, pero no se sabía dónde. Como si viviéramos escondidos en lo más oscuro y maloliente de las alcantarillas. Se nos imaginaba monstruosos, deformes, sucios, viciosos, desenfrenados, enfermos. Pero, claro está, las sospechas siempre existían. Lo de ser rarito, finito, quebradito no pasaba inadvertido. Y con la sospecha venía el ácido disolvente de la maledicencia y el desprecio. Pero a veces la sospecha, de alguna forma imprevisible, se volvía certeza, con lo cual tu asesinato social quedaba confirmado y era irreversible.

Con el Sida algo cambió. El monstruo, que era imaginado reptando sigiloso en la oscuridad del submundo, devino una peste de proporciones bíblicas en capacidad de invadir e inundar cada rincón de la sociedad. Porque, en realidad, la peste no era el Sida; éramos nosotros, los hombres homosexuales. El Sida era culpa nuestra y nosotros, por causa de nuestra maldad intrínseca, éramos los agentes infecciosos que lo diseminaban.

Por ello mismo, un hombre homosexual con Sida, nunca era un enfermo ni una víctima. Era siempre culpable y victimario.  Bueno, sigue siéndolo hoy, tan solo con cambios de matiz, pero no de sustancia. Pues, bueno, ese era el mensaje que, por entonces, difundían los medios de comunicación con morbo enfebrecido, que repetían y refrendaban las autoridades políticas, las jerarquías católicas e incluso prestigiosos científicos, cuyos aportes a la “comprensión” del Sida, se resolvían más bien como un torrente de prejuicios y odio.

Sabíamos que teníamos muchos nombres, ninguno elegido, todos infames y humillantes. Otros se sumaban a la lista: sidosos, apestados.

Oficialmente, se decidió –primera administración Arias Sánchez– que para frenar la epidemia del Sida, los apestados debían ser aislados. Y se nos echó la represión policial encima con incrementada furia. No es que fuese algo nuevo; de hecho, el acoso reiterado en sitios públicos o en bares o discos tenía una muy larga historia. Pero ahora el asunto escalaba nuevas alturas. Es una historia contada muchas veces: las redadas, las perreras, la cárcel, la visibilización pública forzada. En fin, el abuso y la violencia sin disimulo ni atenuantes.

Los hombres homosexuales de entonces lo vivíamos como si fuese una especie de tornado que la naturaleza lanzaba sobre nuestras cabezas. Aterrorizados por el Sida y la policía, ni siquiera teníamos conciencia de nuestros propios derechos. La verdad es que ni siquiera imaginábamos que tuviésemos derechos. Ningún derecho. Frente a la furia de un tornado, cabe tan solo intentar salvarse cada quien como mejor pudiera. No más que eso. Sin identidad en la cual mirarnos y sin conciencia ni siquiera de nuestra propia dignidad humana, carecíamos igualmente de ningún discurso, de ninguna narrativa, que diera siquiera un mínimo sentido a lo que éramos y que clarificase, siquiera un poquito, cuál era nuestro sitio en el mundo.

Resultaba entonces esperable que, en consecuencia, no tuviésemos organización alguna. Yo no puedo interpretar esto sino como el producto de años y años, hasta sumar décadas y siglos, de violentísima represión; de negación y silencio en lo más profunda de una caverna en que la debíamos permanecer ocultos y enclaustrados.

Por ello ser hombre homosexual en los años setenta y ochenta del siglo pasado –tiempos de mi adolescencia y mi joven adultez– era esencialmente vivir una vida escindida en identidades fragmentadas, avergonzantes, en fuga permanente las unas respecto de las otras. Era vivir negado a la afectividad, a la posibilidad de construir una familia propia, a la vivencia del amor. Estábamos condenados al sexo clandestino, al placer efímero y culpable, y al esfuerzo permanente de encubrimiento, de negación.

Como un juego de caretas: en cada espacio particular de tu vida, una careta distinta, y con cada nueva careta un manto de silencio que negaba e invisibilizaba las otras facetas, los otros fragmentos de nuestras vidas, las otras caretas. Y la completa desconexión entre sexualidad, afecto, familia y pareja. De hecho, no teníamos novio ni menos pareja. Teníamos algo que llamábamos “gente” (“tengo gente” contábamos; “este es mi gente”, presentábamos). Así, difuso y borroso: “gente”. No novio, mucho menos pareja.

Con el avance de los ochentas y al entrar los noventas, se multiplicaban los casos de Sida, y con estos, los muertos y crecía el número de quienes eran lanzados a la calle, repudiados por su propia familia. También en los centros de salud y por parte del personal médico y paramédico el trato estigmatizante, las prácticas humillantes, las miradas de sospecha y desprecio. Cada hombre homosexual enfermo era primero aniquilado socialmente, antes de ser aniquilado físicamente por la enfermedad.

Pero toda esa dolorosa devastación, tuvo sin embargo una faceta positiva: hizo surgir solidaridades más profundas, tramadas en tejidos más sólidos y perdurables y, con ello, surgieron los primeros esfuerzos organizativos, de carácter humanitario y asistencial, todavía no con conciencia politizada, pero, en fin, ahí se sembró el germen de lo que vendría más adelante. Y en todo ello, no cabe duda, el nombre de Jacobo Schifter debe ser reconocido como el de un pionero insigne. En medio de tanto horror, lo que Jacobo hacía era épico, realmente heroico.

Unos años después, hacia la segunda mitad de los noventa, vino la lucha por los antirretrovirales. La Caja los negaba alegando que no curaban la enfermedad y que resultaban excesivamente caros. Total que los que se morían era, en su gran mayoría, playos. A nadie le importaba ni poquitito. Hubo que llevar el asunto a la Sala Constitucional, lo cual implicaba politizar las cosas y tener que visibilizarse. Y tener que visibilizarse doblemente: como playo y como sidoso, según los términos –igualmente devastadores– que prevalecían por entonces.

Ya para ese momento, habíamos finalmente entendido que sí teníamos derechos que reclamar, y una dignidad que defender. Y, con la misma épica con que Jacobo irrumpió unos años antes, otros compañeros decidieron luchar por sus vidas dando la cara ante la Sala Constitucional ¡Y lo lograron! Hablábamos entonces del “efecto Lázaro” y circulaban las historias de amigos o conocidos que, al borde mismo de la muerte, habían literalmente resucitado.

Creo que fue por entonces, o sea hacia el decenio de los noventa, que empezamos a reconocernos como gais. El término nos llegó del norte rico, de Estados Unidos en particular, y jugó un papel importantísimo: el reconocimiento de sí mismo  como gay era darse un lugar en el mundo que no fuese el de la denigración y el insulto. Porque, contrario a lo que ciertas tesis excesivamente simplistas pero muy en boga proponen, los seres humanos no podemos existir sin identidad, porque no tener identidad es no tener lugar en el mundo. Las identidades pueden seguramente ser cambiantes, pero que una persona humana pueda existir sin poseer una identidad –seguramente compleja y multifacética– en la cual mirarse a sí misma, es burdo e iluso. Nuestra inescapable condición sociohistórica es inevitablemente identitaria.

Los gais que no éramos, empezamos a serlo. Ya no existía aquel juego de caretas, cada una haciendo su performance en un espacio distinto, y cada espacio escindido de los otros y entre cada uno de estos, murallas irrompibles de silencio.

Pasamos, de a pocos, a la fase siguiente: “declararnos” públicamente, un hecho en sí mismo violento y discriminatorio, que se nos impone hacer una y otra vez. Pero, bueno, lo hicimos: empezamos a visibilizarnos, o sea, a autodenominarnos ante otra gente. Primero en espacios más restringidos, más cercanos a la inmediatez de nuestra cotidianeidad. Poco a poco a nivel social y político.

Los de entonces, que estamos aquí, sabemos que el recuento de los que quedaron en el camino, los que dijeron adiós a edades prematuras, es muy largo. Somos sobrevivientes de un naufragio, en parte por el Sida, pero también por otras causas, incluso innumerables asesinatos. Estamos ahora en el umbral de la tercera edad –algunos ya lo transpusieron– y tenemos claro que eso nos trae nuevos retos, incluso la perspectiva muy cierta de una vejez en soledad.

Pero hoy sabemos, con total certeza, que reconocer y cobrar conciencia de la propia dignidad, es dar un paso adelante que jamás, jamás admite  posibilidad alguna de retroceso.

*Director del Centro de Investigación en Cultura y Desarrollo, CICDE-UNED

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