abril 19, 2024

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  1. Danilo Pérez Zumbado.

En eso de las maldiciones, parece que todo pueblo quiere tener una. Resulta curioso que los pobladores de comunidades, en particular de aquellas caracterizadas por una historia relativamente extensa, un patrimonio cultural  bien asentado y cierta  riqueza material y humana de resonancia no sólo se sientan orgullosos de las bellezas naturales o ingenieriles que poseen, supongamos de un volcán monumental, o por ejemplo, de nuestro derruido Balneario de Ojo de Agua, sino también de las historias que cuentan las maldades de sus propios ancestros. En algún momento, comentando mi interés de escribir sobre la “maldición de las cuatro esquinas” de San Antonio de Belén, si no falla mi memoria, con el gran poeta argentino Jorge Boccanera, me afirmaba que todo pueblo que se preciara de grande, en nuestra América Latina, tenía su propia “maldición de las cuatro esquinas”. Y yo que, para entonces, sacando pecho,  creía estar contando una historia inédita de gran potencial literario.

A pesar de aquella expresión lapidaria, siguió siendo de mi interés hurgar más acerca de nuestra parroquial versión de la maldición; así que me puse a entrevistar a estimables vecinos del cantón que, junto a las memorias de queridos abuelos y abuelas, me ofrecieron una trama de acontecimientos nada despreciable para asumir que, aquí en este menudo pueblo belemita, había ocurrido de verdad una maldición de las cuatro esquinas. Conviene una digresión, los pueblos requieren, como las personas, de creencias para asumir su vida y sobrevivencia, no importa si los hechos en que sustentan esa visión de mundo fueron “objetivamente” válidos o meras invenciones realizadas al amparo de una mesa de tragos o de un altar en honor a la virgen del perpetuo socorro. Lo que importa es si se la creen o no y,  de allí en adelante, si se comportan como si aquello efectivamente hubiese ocurrido.

Lo que más me gustó de la versión local de marras, fue que los terribles sucesos derivados de la maldición tuvieron lugar, no en cualesquiera esquinas, sino que nada más y nada menos que en las cuatro esquinas de la iglesia católica de San Antonio. Alguien con mentalidad medieval, como lo describe de manera genial H.  Ecco en “El nombre de la rosa”, diría que la fortaleza de Dios estuvo cercada por las fuerzas del averno. Tamaña pero, a la vez, ordinaria contradicción.

El asunto es que, cotorreaban comadres y compadres, allá por principios del siglo XX un cura párroco, cuyo nombre nunca me fue confirmado, fue víctima de frecuentes fastidios de parte de aldeanos inconformes con la gestión eclesiástica del susodicho. No sabemos si aquellas “molestaderas” eran respuesta a la persecución de los viciosos, a la denuncia de los fabricantes de guaro de caña, o ¿quién va a saber?, si eran celos por las cercanía excesiva del cura con alguna viuda todavía entera y atractiva. Entre otros decires de la época, se afirmaba que una noche, el pobre clérigo de regreso a la casa cural, después de visitar enfermos, al girar el pomo de la cerradura, atiborró su mano de un excremento  fétido que un “buen vecino” había embarrado horas antes bajo el amparo de las sombras. A tal grado llegaron las perversidades que un día el cura no soportó más y en pleno sermón, a iglesia llena, hizo retumbar el púlpito sentenciando que San Antonio no levantaría cabeza y seguiría siendo un pueblucho de mierda, hasta que se cumpliera la imprecación de una muerte en cada esquina de la sacrosanta iglesia.

Y con el tiempo, la gente se fue encargando de darle forma a la maldición. A la altura de los cincuenta, ya “Raulillo” había matado, dándole una broma, a una inofensiva jovencita, Juan Durán había sido asesinado a mansalva en unas fiestas de febrero, “Tite” Chaves había caído abatido por las balas del comandante de Heredia y Celín Murillo había sido enviado a la vida eterna por  una estocada en la espalda en unas fiestas cívicas de Santa Cecilia. En qué esquina ocurrieron los hechos y quiénes fueron los protagonistas, eso lo dejamos para próximas ediciones. Por de pronto pueden preguntarle a los abuelos más abuelos o a las torres del tempo actual,  que es lo poco que queda de la vieja iglesia.

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